Navidad

Hacía tan sólo dos días de su trigésimo segundo año de casados. Pero habían sido 32 años cojonudos.

Vieron crecer hijos, primos, sobrinos, viajaron a ver el Taj Majal y aquel pequeño pueblo de Galicia donde ella había nacido.

Él la había salvado de una vida entera de soledad. Ella le salvó de sí mismo.

Hasta el último de los días en los que estuvo sano, hicieron el amor mirándose a los ojos.

Ella había comprado un pequeño regalo, para conmemorar todo el cariño que le había dado durante tantos años. No pudo dárselo.

Aguantó lo suficiente como para gruñir un «nos vemos», agarrado de la mano de su esposa, mirándola a los ojos como cuando hacían el amor. Puso toda su esperanza en que los dos acabarían en el mismo sitio.

Un día y dos horas después, ella está sentada en el banco del tanatorio, esperando que llegue su marido. Las ganas de gritar quedan amarradas por la tristeza. La soledad le muerde los labios, y daría lo que fuera por volver a oír su voz. El ordenador da otro pantallazo azul, le recuerda que no sabe de informática, que nunca le hizo falta cuando estaba él. Mira el teléfono, pensando qué posibilidades hay de que al marcar el número le responda una voz conocida. Tiene miedo de volver a su casa. No habrá nadie sentado en el sofá para sonreírle. Las lágrimas fluyen por sus mejillas. Marca el teléfono, suena una vez. Cuelga. Murmura un breve «adiós, mi amor» mientras pulsa «borrar» en la pantalla.

Daría cualquier cosa por volver a verle.

Dos meses después, logra murmurar un «hasta nunca», al enfermero que la mira desolado, mientras Ella, con una sonrisa triste y una lágrima, cierra los ojos.

Sabía perfectamente que no acabarían en el mismo sitio.

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